Lucas 15, 1 – 10

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Lucas 15, 1 – 10

Sermón para 4º domingo de Cuaresma (Laetare) | Texto: Lucas 15, 1 – 10 (Leccionario Ecuménico, Ciclo “C”) | Federico H. Schäfer |

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

Jesús luchaba durante su ministerio por un cambio de actitud de las personas. Un cambio de actitud tendiente a abandonar todas aquellas costumbres, hábitos, conductas que llevan solo a la destrucción de las relaciones humanas y al alejamiento de Dios y a adquirir nuevas que hagan posible la recomposición de las relaciones entre las personas y la reconciliación con Dios. Él sabía que esto no se logra de un momento para otro, sino, que es un proceso de aprendizaje, una tarea para toda la vida. Así es que la vida es comparada con una marcha, una peregrinación por un camino, cuya meta, cuyo destino final es llegar a Dios —no ser como dioses, sino a vivir en plena comunión con Dios y los demás seres humanos, inclusive en armonía con el resto de la creación. Pero, y en forma aún imperfecta, esta comunión ya puede ser experimentada, ensayada, vivida durante la marcha sobre ese camino que lleva a Dios. Y esto no es solo un ideal, un capricho, una utopía humana, sino que Dios mismo tiene sumo interés en que nosotros vivamos en comunión con él y entre nosotros. Por ello nos ha enviado a Jesús y luego nos envía siempre de nuevo a su Espíritu para ayudarnos a encaminarnos en esa ruta que lleva hacia él.

Entonces, repito, Jesús luchaba por un cambio de actitud de las personas a fin de que se encaminaran en esta senda que lleva a vivir en plena amistad y armonía con Dios. Esta prédica y las acciones que derivaban de ella, obviamente chocaban con las conductas de las gentes que aparentemente, o no querían saber nada de Dios o tenían un concepto equivocado de él.

Jesús acostumbraba reunirse con cobradores de impuestos, con prostitutas, con otras personas despreciadas de la sociedad. Nos preguntamos: ¿Por qué esta gente se allegaba a Jesús? Pues, él era el único que les prestaba su oído. De la comunidad religiosa judía era excluida. Eran personas consideradas impuras por haber transgredido presuntamente los preceptos de Dios y por ello no tenían acceso al templo. En todo caso tenían que cumplir complicados ritos de expiación y purificación para poder entrar nuevamente a él. Pero Jesús los recibía sin condiciones y hasta come con ellos. Comer juntos en muchas culturas de nuestro planeta es señal de comunión. Así también lo era para la cultura hebrea. Pero un judío cumplidor de la ley no debía comer, tener comunión, juntarse con los pecadores. Los rabinos, los maestros de la ley, criticaban por ello fuertemente a Jesús, especialmente los pertenecientes a la facción de los fariseos, que eran minuciosos obsesivos cumplidores de todas las reglamentaciones religiosas.

Jesús les trataba de explicar, que Dios, si bien reveló sus mandamientos a los humanos para que estos los cumplan y no para que los transgredan, fundamentalmente los estableció para permitir una vida en pacífica convivencia entre los seres humanos y una buena relación con él, y no para excluir personas de la comunidad. Jesús trató de convencer a todas las personas, pero especialmente a los recalcitrantes líderes de la iglesia judía, de que Dios ama a las personas y que no desprecia a ninguna, aún y a pesar que estas hayan errado el camino. Dios considera a todas las personas muy valiosas, por ello considera necesario rescatar a todas, también a aquellas que se han equivocado. Por ello criticó reiteradas veces y duramente la actitud de los líderes judíos, pues habían, con el correr del tiempo, transformado los simples diez mandamientos en una complicada y pesada maraña de preceptos rituales y de conducta, que nadie podía cumplir plenamente, cargando así indebidamente de angustia a las personas. En vez de ayudar a una convivencia pacífica y comunitaria, el cumplimiento de esas leyes fragmentaba al pueblo, favoreciendo la soberbia de unos y la discriminación de otros.

Jesús no quería abolir las buenas indicaciones de Dios, sino lograr que estas fueran aplicadas con amor por y hacia las personas. Claro que estaba de acuerdo que a los transgresores había que amonestarlos y convencerlos de su error y moverlos al arrepentimiento y al cambio de actitud. Pero esta tarea pedagógica y pastoral no debía ejecutarse por la vía de la exclusión de los equivocados.

En el marco de esta discusión es que Jesús cuenta los ejemplos de la oveja perdida y de la moneda perdida. Son ejemplos de la vida cotidiana, cuyo significado era obvio, evidente; es más, es evidente y claro hasta el día de hoy. Transliterado a nuestros días podemos decir: ¿Quién que haya cobrado un trabajo por diez mil pesos en papeles de mil, no va a buscar por todos lados, si, de pronto, echa de menos uno de esos billetes? Por lo menos va a analizar en qué eventualmente pudo haberlos gastado. Y seguramente va a estar muy reconfortado, si encuentra el billete faltante o puede justificar su gasto ante su esposa, antes que esta le reproche: ¿Qué has hecho con esos mil pesos? ¿Los gastaste con tu amante?

Sin duda, nos alegramos mucho cuando volvemos a encontrar algo que hemos perdido y le asignábamos mucho valor. Puede ser una joya, una herramienta, la amistad de una persona. Así también en el cielo, es decir, en el ámbito de Dios, habrá gran alegría por cada una de las personas perdidas, es decir, alejadas de Dios, que han podido ser rescatadas, acercadas nuevamente a su comunión. Y esta alegría divina es, por lo visto, inversamente proporcional a la cantidad de los rescatados. La alegría de Dios por uno que es reencontrado y reencaminado es mayor que por los noventa y nueve que ya marchan por el camino correcto.

El mensaje para los dirigentes de la comunidad judía de aquel entonces, como así también para nosotros hoy, es que nadie debe ser ni puede quedar excluido del Reino de Dios. Para que ello se cumpla es imprescindible que amemos a las personas tal como Dios nos ama a nosotros, tal como somos, sin distinciones. Es necesario rescatar a los perdidos indepen-dientemente del hecho de que nos caigan simpáticos o no, que hayan cometido errores más o menos graves, si pertenecen a nuestro entorno social, si son o no “de los nuestros”, si compartimos o no su ideología política, si somos o no de la misma raza o nacionalidad. En una palabra: nos debemos a todos y a todas.

Gracias a este principio es que de hecho, la iglesia cristiana no se ha quedado limitada a un solo pueblo, sino que desde sus inicios ha transpuesto los límites territoriales, las barreras idiomáticas y culturales, y está hoy en día diseminada por casi todo el mundo. Y cumpliendo cabalmente su mandato, la comunidad cristiana ecuménica, es decir, universal, podría llegar a ser verdaderamente una comunión global muy fuerte, capaz de resistir a todos los embates del mal que quisieran dividirla, dispersarla, destruirla.

Pero, como ya dije más arriba, el cambio de actitud es un proceso de aprendizaje, de crecimiento paulatino, y todavía no vivimos en la plenitud de los tiempos en la que Dios habrá consumado su Reino y completado su obra. Ahora todavía hay mucho por hacer. Vemos que no es solo uno el alejado de Dios por noventa y nueve que se hallan en buena relación con él. Vemos que son muy muchos los alejados de Dios. Pero eso tampoco debe ser considerado tan desconcertante. Pues no podemos juzgar la fe de las personas. Eso está solo en las manos de Dios. Solo él sabe quien vive en verdadera comunión con él.

Sin embargo, lo que sí podemos hacer ante el desafío de los muchos que están alejados de Dios y sus prójimos, es dar testimonio de nuestra fe y luchar por que las personas cambien de actitud frente a Dios y sus semejantes y encaminen sus vidas por el camino que lleva a estar juntos con Dios.

Nuestra congregación de por sí no es muy grande, pero son muchos menos aun los que participan de alguna manera de la vida comunitaria. Oremos, pues, a Dios para que nos envíe con ímpetu su Espíritu y nos ayude a superar nuestra timidez, nuestra indiferencia, y así obtener el ánimo de convencer a un amigo, a un compañero o a un familiar —ya sea que pertenezca o no a nuestra parroquia— de que venga la próxima vez con ustedes a alabar a Dios y a escuchar su palabra de amor y perdón, consuelo y aliento, de invitación a formar parte de su comunión. Eso alegrará a Dios, pero también nos causará satisfacción a nosotros mismos; créanme: mucha satisfacción y alegría. Amén.

Federico H. Schäfer,

E. Mail: federicohugo1943@hotmail.com

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