Lucas 18,31-43

Lucas 18,31-43

Sermón para último domingo después de Epifania (Estomihi) | Lucas 18,31-43 | Federico H. Schäfer|

Estimadas hermanas, estimados hermanos:

Después de oír o leer estos relatos, efectivamente, estamos como los discípulos de Jesús: no entendemos nada. No estamos en condiciones de comprender estas cosas. Es verdad, los profetas habían escrito sobre un sirviente de Dios que iría a sufrir por las culpas del pueblo de Israel. Pero que este siervo sufriente iría a ser el maestro Jesús, esa relación no era forzosamente necesario hacerla. Y si en Jerusalén a Jesús le iría a pasar todo eso que él afirmaba, pues por qué había que marchar necesariamente a Jerusalén. Ese maestro que ellos habían acompañado y del cual esperaban quién sabe qué cosas; ¿Ese maestro ahora los iba a abandonar y entregarse deliberadamente a la muerte? ¿Para qué? ¿Por qué? Y eso de resucitar al tercer día después de muerto: ¿Qué era eso?

Estas preguntas, que me imagino se han hecho los discípulos, nos las hacemos una y otra vez, hoy, después de dosmil años, nosotros también. El evangelista Lucas tampoco nos brinda explicaciones. El cuenta estas cosas casi como un periodista. Pareciera que él no le agrega nada al crudo relato, no le agrega su opinión personal, sui testimonio de fe. Es más, nos iknforma incluso quen los discípulos de Jesús no entendían nada, que al menos en ese momento no estaban en condiciones de comprender.

Pero, acto seguido, Lucas nos cuenta este episodio a la salida de la ciudad de Jericó, la curación de un ciego. Seguramente Jesús sanó a muchos ciegos, y por cierto, este no es el único relato que nos da testimonio de ello. Pero es como que esta actuación de Jesús encierra una pista para entender por qué no podemos comprender el anuncio de la pasión de Jesús; mejor dicho: nos da una pista de cómo entendernos a nosotros mismos, cuando nos confrontamos con la historia de la pasión.

Sí, somos como ciegos: no vemos hacia dónde va el camino; estamos desorientados. De que Dios nos quiere ayudar, que nos quiere mostrar el camino de salida de nuestro embrollo; y que para eso nos manda a su Hijo Jesús, eso no lo percibimos, se nos escapa …..¿O tal vez no?  Lo cierto es, que no damos mucha importancia a Dios. Y todas estas cosas que nos cuentan las Escrituras y que pretenden acercarnos a Dios, nos parecen “jeroglífos” y nos llevan a formular muchas preguntas críticas.

El ciego de nuestro relato, obviamente, no ve nada, y no mpuede reclonocer lo que estaba pasando. Estaba obligado a preguntar para enmtender. La muchedumbre que iba pasando por el camino y que él oía, le responde nque estaban acompañando a Jesús de Nazaret. Jesús se había hecho de cierta fama como predicador ambulante, maestro religioso y médico. ¿Habría tenido el ciego algún conocimiento previo sobre Jesús? No lo sabemos. ¿Cómo lo llama “hijo de David”? Decirle a alguien “hijo de David” posiblemente significaba algo así como “enviado de Dios”. La tradición judía indicaba que el “Mesías”, el elegido de Dios iría a ser descendiente del antiguo rey David.

Sea como fuere, el ciego se dirige así a Jesús en forma casi espontánea. Como vimos, el debía preguntar quién o quienes eran los que pasaban por ahí, pero luego no hizo más averiguaciones. Las circunstancias no daban para ello. Si hubiera titubeado y hecho más averiguaciones, hubiera perdido la oportunidad. Jesús habría pasado de largo; ya no hubiera escuchado su llamado y él como ciego no podía correr para alcanzarlo.

El ciego confía y lama a Jesús, asume el riesgo de una eventual frustración, ya sea, que ese tal Jesús de Nazaret no tenga el poder de sanarlo o simplemente que no lo atienda. Es esa confianza que uno se toma y que vuelca en el otro, cuando no queda otra alternativa. Es casi como una confianza ciega. No —“casi”— no; es verdaderamente confianza ciega. Es todo lo contrario del criterio habitualmente aconsejado: “ver para creer”. Y Jesús no lo defraudó. Le brinda lo que pide. Le devuelve la vista y fundamenta por qué lo ha sanado: “Porque creíste”—-le dice. Es decir, el ciego se entregó a Jesús en un acto de total confianza; no va al encuentro de Jesús con desconfianza, poniéndolo en duda o a prueba, exigiendo demostraciones y garantías previas.

En realidad como ciego no le quedaba otra alternativa. Era creer o reventar, pues tampoco hubiera podido ver ninguna demostración previa. Pero la confianza le abrió la vista. El que no ve y por tanto tiene dificultades para comprender, gracias a la fe es como que ve, percibe, puede reconocer, puede entender. A los que confían en Dios, Dios les da esa visión, esa capacidad de intuir, de comprender, de entender las cosas divinas, de reconocer los dones y beneficios que él nos da, de aceptar su voluntad.

Así ocurrió también con los discípulos: Primero no entendieron nada de lo que Jesús les había anunciado. Pero a medida que iban creciendo en la fe y poniendo màs y màs su confianza en su maestro, comenzaron a ir entendiendo cuál era el sentido de lo que Jesús les anticipó. Algunos discípulos —como Tomás— tardaron en entender cuál era la voluntad divina que estaba detrás de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Algunos aún no lo comprendieron asistiendo y viendo con sus propios ojos toda la dramática historia, como los discípulos de Emaús, que no reconocieron al Maestro, cuando les iba acompañando por el camino de regreso a su pueblo.

Si a los discípulos contemporáneos a Jesús, les costó comprender la misión de Jesús y la voluntad de Dios, que se hallaba detrás de esa misión, cómo no nos va a costar a nosotros entender todas estas cosas y dar testimonio de ellas, dirán muchos. Es verdad, somo humanos y no divinos; somos tan humanos como los discípulos lo eran. Somos por naturaleza como ciegos para las cosas divinas, no entendemos los planes de Dios, no aceptamos su voluntad. Por ejemplo: Fallece un allegado nuestro y lo primero que hacemos es buscar culpables de la muerte: Qué si la ambulancia hubiera llegado antes, qué si el médico no incurrió en mala práxis, etc., etc. Cuando no los encontramos, le echamos la culpa a la fatalidad. Lo último que se nos pudiera haber ocurrido es pensar, que tal vez haya sido la voluntad de Dios llevarse a ese prójimo nuestro para aliviarlo de las penurias de este mundo.

Solo la fe y la confianza con la que vamos al encuentro de Jesús, nos va a despejar el entendimiento y ayudar a comprender por qué Jesús no le escapó al bulto y fue a Jerusalén a dar testimonio de Dios en la capital de su nación, a pesar de saber que allí lo irían a detener, juzgar injustamente, burlarse de él; que lo irían a torturar y le darían muerte. ¿Por qué él debía morir a manos de los romanos (extranjeros) y cumplir así las antiguas profecías? ¿Por qué Dios eligió este dramático camino para demostrarnos que él es señor de la vida y de la muerte; qué él nos ama a pesar de nuestra indiferencia; qué él nos perdona las culpas inmerecidamente; qué él nos puede transformar y no nos da por perdidos; qué él está con nosotros, nos apoya y nos protege?

Somos ciegos y por naturaleza no entendemos nada de estas cosas. Pero Dios no nos deja que como tales caigamos en un pozo, que nos vayamos “por los caños” —como dice lña gente. Él mismo por medio de su Espíritu despierta en nosotros esa fe,esa confianza en él, que nos habilita para ver, para ver màs allá de nuestras narices, más allá de nuestra ceguera, más allá de nuestros encierros y podamos entender las cosas de Dios, comprender su voluntad y corresponder a su amor. Amén

de_DEDeutsch